¿Cuán desconectados estamos de la tierra, de las raíces? Las leyendas y mitos nos abandonan como las madres a sus criaturas más débiles. Se dan por vencidas y cuidan a los más fuertes. Nuestra Tierra se da por vencida, ya no puede cuidarnos. Somos débiles ante la vida, ante el sufrimiento. No encontramos ese lugar que se nos otorgó y nos perdemos entre deseos vacíos. Aún quedan almas que son llamadas a ese lugar, almas atormentadas en una vida que no desean y que se ven impulsadas a volver a su lugar, a demostrar que esa no es la forma de vida natural que se nos enseñó.

A menudo son almas incomprendidas dentro de la sociedad que luchan por hacerse un hueco, pero aún consiguiéndolo, no son felices, no sienten la plenitud que se les prometió. No sienten la brisa en sus rostros, no sienten el frescor de las primeras gotas de lluvia al caer, no sienten el crujir de las hojas secas bajo sus pies descalzos, no sienten la electricidad del ambiente que eriza todo su cuerpo durante las tormentas, no pueden ver la magia en los ojos de las criaturas salvajes… 

Los lugares naturales de poder nos enseñan el respeto por la Madre Tierra, nuestra única y verdadera diosa. Aquella que nos da la vida y también nos la quita, siendo dadora de nuestro preciado y necesario oxígeno, el cual nos permite vivir a cambio de oxidarnos lentamente hasta nuestra muerte. En esos lugares mencionados, las almas llamadas sienten el poder que emana de la Tierra. Se sienten, por fin, completos y saben que no necesitan nada más en esta vida más que el retorno al que estamos empujados.

La Tierra nos llama, es ese último alarido que nos permite volver y creer en ella, en nosotros. Sin embargo luchamos día a día contra esa necesidad, seguimos perdiendo nuestra naturaleza, vendiéndonos ante mantos de acero y poder. Huimos de lo que somos. Renegamos de nuestros orígenes, pero siempre llega el momento, y a todos nos llegará, en el que en nuestro lecho de muerte nos acordemos de Ella y de cuán alejados estamos. Cerrando ese ciclo por fin, volvamos a la Tierra, de donde nacimos, aunque sea enterrados en ella tras nuestro último aliento.